Exploración en estado puro
Cuando en 1986 salió al mercado The Legend Of Zelda (o La fantasía de Hyrule: Leyenda de Zelda en español), Shigeru Miyamoto, diseñador principal, quería obligar al jugador a pensar en qué hacer en cada momento de la aventura. Fueron sus vivencias de la infancia recorriendo cuevas, bosques y lagos, las que quiso plasmar en el primer videojuego de la saga, logrando acercarse a la incansable y genial sensación de exploración, que hasta entonces pocos productos habían alcanzado.
El año pasado, a más de tres décadas desde el lanzamiento de aquel cartucho de la Nintendo Entertainment System, La gran N lanzó toda la carne a la parrilla y publicó Breath Of The Wild, la décimo octava entrega de esta dinastía que funciona siendo uno de los tantos buques insignias de la compañía, al mismo nivel de Mario Bros o Metroid.
Así, Miyamoto consiguió retratar casi a la perfección sus experiencias en esta obra que fue premiada en 2017 con el Game of the year Award –algo así como los Oscars, pero para ludópatas virtuales parecidos a mí-.
No es de extrañar, es un muy buen juego, aunque no me atreveré a decir que es mejor que Ocarina of Time o Majora’s Mask, pero sí creo que es el que más he disfrutado en muchísimo tiempo. Empezar la partida la primera vez fue algo excepcional, salir del santuario de la vida y ver el vasto paisaje que me rodeaba me dejo con los ojos a pegados a la pantalla al borde de la incineración visual, pero era inevitable mirar aquellas montañas que, aunque estaban a una distancia exageradamente larga, eran alcanzables.
Esa sensación de poder llegar a donde sea nada más iniciar es lo que cautiva y engancha a las personas, pues sus creadores querían que la exploración fuera la base y lo consiguieron espléndidamente junto a unas mecánicas que sirven sobremanera a la hora de cumplir ese objetivo, desde las diversas recetas de comida para ayudarnos en nuestro viaje, hasta la posibilidad de escalar las torres y montañas más altas con las manos vacías.
Ver que en cada cima podía descubrir la inconmensurable cantidad de santuarios –los cuales son en total 120, o sea, horas y horas de puzzles- que comprendían aquel vasto terreno aumentaba cada vez más mis ganas de correr hasta ellos para conseguir los preciados orbes del valor para aumentar mi vida y resistencia.
Si bien la aventura y perderse en el inmenso mapa –más grande que el de The Elder Scrolls V: Skyrim, rondando los 61 kilómetros cuadrados- son el punto de atracción más evidente, hay más cosas que convierten a este en uno de mis títulos favoritos del año, como la atención a los detalles en las dinámicas. La interacción de la madera con el fuego o la atracción de relámpagos a las armas y escudos de metal, son un ejemplo del cuidado que se tuvo con cada aspecto de BOTW. Sumado a esto, el arte del mismo lo vuelve un viaje muy bonito y prolijo.
Pero aun así, la excesiva rapidez a la que se rompen los objetos de nuestra alforja –por favor Nintendo, no puedes dejarme a la intemperie con un mega sable que se va hacer añicos a los dos golpes, dios santo-, o la poca profundidad del combate -porque seamos sinceros, los enemigos, a excepción del maldito Centaleón, son prácticamente iguales siempre- son elementos que no puedo dejar pasar y que impiden que este sea el juego perfecto.
No obstante, The Legend Of Zelda: Breath Of The Wild es una obra maestra del género, la amalgama de componentes hacen de esta una aventura sin igual, donde la exploración está latiendo en cada rincón de ese mundo a la espera de la persona que se atreva a presentarse en las tierras de Hyrule.
Esta columna fue escriba por nuestro lector Daniel Moraga Cordero, al cual agradecemos compartir su opinión.
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